Respuesta Final por Andrea Insunza*
“Las formas más efectivas de censura hoy día pasan por interferir en la confianza y en la atención (del público), no con amordazar el discurso en sí”, afirma Zeynep Tufekci en su artículo “It’s the (democracy-poisoning) golden age of free speech”. Lo grafica así: dos semanas después del Golpe de Estado de 1960 en Turquía, varias armas apuntaron a un locutor radial durante la transmisión de un partido de fútbol entre Turquía y Escocia, para evitar que criticara el golpe. Naturalmente, el locutor no dijo nada. “Ese libreto está obsoleto”, señala Tufekci, teléfonos celulares y redes sociales mediante.
Ni la represión ni la censura ni la manipulación operan sólo como lo hacían antes, pues la información (y las ideas) no se distribuyen de manera centralizada, sino que circulan por una compleja red en la que son los algoritmos de cada plataforma (Google, YouTube, Facebook, Twitter, y otros) los que definen una oferta de contenidos personalizada que puede premiar o castigar al periodismo, siempre fuera del control de los medios.
Esto es nuevo y entender el alcance del cambio es vital para resituar el rol del periodismo. Por eso difiero con Enrique Mujica: a las viejas amenazas contra el periodismo se ha sumado una incertidumbre nueva: el impacto de la tecnología en el periodismo y la industria de los medios. Que Emily Bell, una inglesa que fundó la versión de The Guardian, apunte al invento de la imprenta, no es una exageración. Que Jürgen Habermas haga la misma comparación -como cita en uno de los comentarios Luis Villavicencio- tampoco. Eliana Rozas entiende el problema y suma otra analogía: compara el cambio con la invención de la escritura.
(La última elección en Estados Unidos es, de hecho, un buen ejemplo. La prensa no perdió una batalla contra Trump; la prensa –y, más extensamente, la clase dirigente estadounidense– no visualizó la posibilidad de que Trump pudiese ganar. Las razones de esa ceguera con variadas, pero quizás la más importante es la desconexión entre el periodismo y el país Trump, que se explica en parte por el desconocimiento sobre cómo las plataformas han alterado nuestros hábitos informativos.)
Seguir aproximándose a este cambio tectónico como si sólo fuese una prolongación de las viejas tensiones que conocemos es insuficiente. El impacto de la tecnología en el periodismo y los medios es triple: le arrebató el modelo de negocios (como plataforma de avisaje); le quitó el control de la distribución de las noticias (y todo lo que eso significa: seleccionar, jerarquizar, marcar agenda, etc.); y ha enriquecido los lenguajes y vías para informar. Y todo esto, tal como advierte Villavicencio, está transformando lo que entendemos como esfera pública.
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“La incómoda verdad –afirma el periodista Juan Andrés Guzmán en un artículo reciente– es que el buen periodismo no importa a suficientes personas como para sostener un mercado”. ¿Es así? No estoy segura. Pero sí me parece atinado enfrentar el asunto con el enfoque que plantea Eliana Rozas: el periodismo es una cuestión política antes que una cuestión económica. Y por eso es importante cómo y quiénes lo financian.
En este intercambio en Intersecciones, Patricio Bernedo y Luis Villavicencio abordan el asunto con perspectivas distintas. Bernedo afirma que el periodismo es un bien de consumo y que hay que buscar alternativas en el mercado para que siga vendiéndose; Villavicencio argumenta que hay una dimensión democrática de la libertad de expresión que pareciera que el Estado tiene que proteger: un debate informado y libre sobre asuntos de un interés público. (En otro artículo, Guzmán coincide con esta postura y, en el caso chileno, propone que el Estado disponga de fondos concursables para crear unidades de periodismo de investigación).
Es probable que, tal como ocurre hoy –y ha ocurrido en el pasado–, el Estado tenga que jugar un rol financiando periodismo (vía medios estatales, a través de subsidios a la distribución o nuevas variantes). También es improbable –y no sería deseable, a mi juicio– que esta sea la principal fuente de financiamiento.
Sí me parece importante resaltar que el modelo de negocios basado en el avisaje parece haberse agotado. Eso sí, no es necesario –al menos no todavía– llorar sobre la leche derramada, para usar la metáfora de Patricio Fernández. Hay varias experiencias (éxitos y fracasos) que observar fuera de Chile. Hay periodismo sin medios. Hay medios de nicho rentables. Hay excelentes medios sin fines de lucro.Y los grandes medios escritos han volcando su energía a conseguir el financiamiento de sus suscriptores y los han comprometido.
Veamos el caso del New York Times, el mismo que Patricio Bernedo menciona como el medio que fijó los estándares del periodismo de calidad. En 2017 el diario definió que era “primeramente un negocio de suscripciones”. (Aunque algunos siguen confiando en la publicidad, lo cierto es que en 2017 Facebook y Google obtuvieron más del 80% del avisaje digital en el mundo, excluyendo a China). La estrategia del New York Times ha funcionado, porque, contrariamente a lo que suele pensarse, sí hay un público dispuesto a pagar por información.
Ahora, vuelvo al enfoque que propone Rozas: el periodismo como una cuestión política. Lo que puede ser una solución para el New York Times –y otros medios–puede ser un problema para la democracia: el modelo de suscripciones se basa permitir el acceso a la información a quienes pagan por ella. Eso deja fuera a los que no pagan. De visita en Chile, en abril de 2018, el director del NiemamLab, Joshua Benton, advirtió que este modelo puede provocar una brecha informativa entre una elite educada e híper informada y el resto. Algo como el 10%-20% versus el 90%-80%. Benton explica que, a falta de avisaje y con el financiamiento de la audiencia, estamos pasando de un esquema de medios masivos a uno de medios de nichos. Es decir, el camino en reserva del que aquí describe Bernedo.
A mí me parece que sí tenemos que comprometer al público en el financiamiento del periodismo entendiéndolo como un bien público. Eso obliga a hacer periodismo de calidad. Y a agotar todos los medios para contribuir a la existencia de la esfera pública. Por eso me parece que el modelo más apropiado es el que ha puesto en marcha The Guardian: las membresías o donaciones periódicas que no restringen el acceso a su contenido. ¿Por qué? Justamente porque son más democráticas. Cumplen, por un lado, con la necesidad de financiar –o ayudar a financiar– a los medios y, por otro, con el deber de informar al público.
Sí, es cierto que todavía hablamos de excepciones. Y por eso el problema de la sustentabilidad del periodismo nos tiene que preocupar. Lo que critico de los medios chilenos es que viven en una cierta bipolaridad: o actúan como si Chile fuese inmune a la crisis de los medios o como si la misma fuese inevitable. La negación o la fatalidad antes que la comprensión del problema (hay suficiente experiencia acumulada) o el esfuerzo por solucionarlo evitando las fórmulas que han fallado (el clickbait, sin ir más lejos).
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Si hay un asunto en el que hay consenso entre los comentaristas, es que en un ecosistema como el actual el periodismo debe distinguirse por su calidad. En la crítica, María Olivia Monckeberg es la más severa: afirma que los dueños de medios de comunicación han renunciado a desarrollar periodismo de calidad. No coincido con ella: me parece que el de hoy es mejor periodismo que el de los 90. Y también hay más diversidad. (Gracias a la tecnología, de hecho, los costos de entrada para financiar un medio digital son hoy mucho menores que los de la prensa, la TV o la radio tradicionales). Como sea, la pregunta central es cómo hacer que el periodismo sea imprescindible.
Fernández, Huepe, Monckeberg, Mujica, Rozas hacen planteamientos que van en esa dirección. Voy a relevar aquí tres que me parecen clave: Huepe hace tres propuestas desafiantes y pertinentes para subir el estándar del periodismo; Mujica quiere un periodismo que ayude a las audiencias a dudar, a contradecir, a bajar al periodismo (específicamente a los periodistas) del pedestal; Rozas pide un periodismo que no se agote en el golpe y en la fiscalización, sino que busque un impacto en la realidad (fuera de los medios), articulando un diálogo entre distintos Chile.
Hay, por último, una mayor apertura a la necesidad de que los medios se dejen examinar, a que los periodistas seamos autocríticos respecto de nuestro trabajo, etc. Como bien señala Luis Villavicencio, en la segunda mitad del siglo XX la libertad de expresión quedó resguardada en las democracias consolidadas para asegurar un debate público “desinhibido, vigoroso y completamente abierto”, como escribió el juez William Brennan en el fallo de mayoría del caso New York Times vs. Sullivan. Pero esto, me parece, no puede convertirse en una excusa para que los medios dejen de tomar decisiones editoriales sobre cómo alimentar ese debate público. (Siempre me he preguntado, de hecho, cuántos editores y periodistas saben que ese caso surge a raíz de la publicación de un inserto y no de una nota periodística).
Con todo, incluso si el periodismo alcanzara el más alto de los estándares, sigue abierta la pregunta sobre si eso basta para llegar a un público masivo, para alimentar un debate público informado y común.
El propio Cristián Huepe advertía hace un tiempo que “cada vez más gente prefiere creer en lo que siente que es verdad, sin importar lo que la evidencia muestra”. Y, entonces, propone “buscar y entender a los líderes de la posverdad y tratar de incorporarlos a la sociedad, permear la información que reciben”. Por eso, me parece que los desafíos no se agotan en el contenido, sino que también en la distribución: cómo hacer llegar la información a la mayor cantidad de personas posibles, cómo conectar con el público, en qué innovar.
Monckeberg señala que echa de menos que el texto no aborde de manera explícita la importancia buscar la mejor manera de contar una historia. Mi punto es que hay que buscar nuevas formas para hacerlo. Atreverse.
He participado en (apenas) un par de proyectos con ese afán. He aprendido en todos.
Uno es Casos Vicaría, un proyecto de convergencia medial que editamos junto a Javier Ortega y trabajamos con la agencia Noise Media, y llegó a estar entre los tres finalistas de la categoría Innovación del Premio Gabriel García Márquez en 2015. En simple: el primer semestre de 2014, TVN transmitió la segunda temporada de la serie “Los archivos del cardenal”. Cada semana, a la hora en que se emitía el capítulo, desde la cuenta de Twitter @cip_udp íbamos entregando información sobre los personajes e hitos reales en que se inspiraba la serie. Para esto a) publicábamos tuits –la mayoría de ellos con piezas gráficas, pues sabíamos que se viralizarían más– y b) agregábamos la url en la que ese mismo día habíamos publicado uno o más reportajes sobre estos temas en www.casosvicaria.cl. Descubrimos una cosa: que la audiencia volvía hasta 24 horas después a la cuenta de Twitter, para pinchar desde ahí la url a los reportajes alojados en el sitio. Y conseguimos que el promedio de lectura de los reportajes fuese superior a los 3 minutos (alto para un proyecto de periodismo digital), lo que yo atribuyo a que trabajamos en el diseño de una web para facilitar la lectura de textos largos y a que enganchamos a nuestros lectores de un modo atractivo.
El otro proyecto es el LaBot (2017). Se trata de un chatbot de noticias que funciona a través de aplicaciones de mensajería. Lo creamos junto a las periodistas Francisca Skoknic y Paula Molina, inspiradas en Politibot (el pionero español, a cuyos creadores les arrendamos el software para funcionar) y la app de Quartz para celulares. ¿Qué hacemos? Simulamos una conversación vía chat, donde @robotlabot envía un mensaje a quienes se suscriben a su canal en Telegram y Messenger de Facebook. Cuando tiene algo que contar, @robotlabot envía un mensaje a sus suscriptores y, a través de una botonera, le entrega opciones a cada uno de ellos para responder y continuar (o no) la conversación. ¿De qué hablamos? Durante una primera etapa, entre octubre y diciembre de 2017, el tema fueron las elecciones chilenas. Publicamos cuatro tipos de contenido: periodismo de investigación, periodismo de datos, crónica y artículos explicativos. Pero lo hicimos usando el lenguaje propio de cualquier chat: mensajes cortos, uso de emoticones y gifs. Y, además, dotamos a @robotlabot de una personalidad que mezcla rigurosidad y humor. Esa primera etapa terminó con más de 5 mil suscriptores. En marzo de 2018 relanzamos el chatbot, que seguirá abordando temas de interés público. Hoy LaBot tiene 8 mil suscriptores y ganó el Premio Periodismo de Excelencia 2018. Es un proyecto financiado íntegramente por tres periodistas por dos razones: nos importa el periodismo y queremos ayudar a experimentar e innovar en Chile.
Aquí el mensaje central es: hay que aproximarse a este ecosistema, aprender sobre él y, sobre todo, unir fuerzas con quienes lo entienden. En el mejor de los casos, inventar. En ese cruce, me parece, surgirán más soluciones para relevar lo verdadero de lo falso. Para, como plantea Baron, “ponernos de acuerdo en un conjunto de hechos básicos” y poder así discutir sobre esos asuntos públicos que deben ocuparnos a todos.