No repetiré ni haré glosas a la completa y rigurosa exposición que Andrea Insunza ha hecho de los problemas y nuevos desafíos que la internet y la actual revolución en las comunicaciones está planteándole al periodismo y a los medios de comunicación.
Iré directo al grano: ¿Qué puede hacer el periodismo para que la información reporteada y veraz, o bien la opinión razonada y con fundamentos se imponga por sobre el comentario espontáneo y emocional? ¿Cómo combatir las fake news, que muchas veces coinciden con eso que las mayorías quieren escuchar? ¿De qué modo imponer los hechos verificables por encima de los “me gusta” con que las redes sociales validan una afirmación? Y por otra parte: ¿Cómo hacer sustentable en esta nueva era esos medios de comunicación que hasta ayer eran el único soporte disponible para la publicidad, esa mano incómoda que durante largo tiempo les dio de comer? ¿Cómo se sustentará el periodismo en el futuro?
Todo indica que deberemos aprender a pensar de nuevo. Nada se saca con llorar sobre la leche derramada.
Quizás pueda ser útil que cuente aquí la experiencia de los comienzos de The Clinic, el pasquín que junto a un grupo de amigos fundamos hace casi 20 años sin nunca imaginar que se convertiría en el medio que hoy es. Me refiero al pasado, porque hoy, tras crecer y convertirnos en un medio de comunicación propiamente tal, compartimos los mismos problemas que todo el resto de la industria.
En aquello años, nos movía una causa nítida: ampliar los márgenes de lo tolerado, dinamitar la herencia de Pinochet, darle voz a una generación invisibilizada. No es que hoy no exista causa alguna, pero con el paso del tiempo nuestro trabajo se fue profesionalizando, ciertas luchas perdieron su urgencia, la confusión se apoderó de la política y eso que antes muchos estaban dispuestos a hacer por “amor al arte” o a la democracia y a la libertad, pasó a requerir un financiamiento estable. Como sea, el asunto es que ese Clinic de la primera década no vivía de los avisos publicitarios –poquísimos estaban dispuestos a avisar en una publicación desmadrada-, sino de las distintas actividades y productos que ideamos para nuestra comunidad. Organizamos fondas para el 18 de septiembre, hicimos el primer campeonato nacional de streptease en el teatro Caupolicán, sacamos colecciones de libros, realizamos conciertos, ¡pusimos a la venta incluso una línea de ropa de guagua!
El periodismo –oficio que resultaba mucho más caro que el simple ingenio de nuestros cómplices más cercanos- para ser del todo libre requería no depender de ningún financista, así fuera el estado o particulares, porque, entendíamos entonces, que sólo de este modo se lograba la verdadera independencia. Fue sin planearlo que terminamos constituyendo una comunidad, y al ver hoy las dificultades para financiar la actividad periodística, creo que es así, constituyendo comunidades, que ésta puede encontrar su modo de sobrevivir. Comunidades de intereses, de modos de ser, de maneras de pensar, de humores comunes, etc., etc.
Habrá quienes constituyan comunidades indeseables, gritonas, demagogas y fanáticas, pero el reto es conformar otras que contradigan esa tendencia, que opongan al deseo de escuchar sólo aquello que les lleva el amén, la curiosidad, la duda, y no sólo la información rigurosa, sino un tono dialogante. Imagino que el periodismo debiera habitar al interior de estos nuevos medios en que sectores de la población se encuentran, como una oferta más, porque allí aparte de reportajes y entrevistas y columnas de opinión, es de suponer que se establecerán foros, se compartirán películas, se promocionarán productos y modos de vida. En la misma medida en que se han expandido las posibilidades de comunicarse todos con todos, la experiencia indica que nos hemos encargado de reunirnos con aquellos que se nos parecen.
Sabemos que la publicidad ha ido abandonando progresivamente a los medios, para dirigirse (gracias a los buscadores o redes inmensas como Facebook) directamente a sus posibles clientes allí donde se encuentren. Los medios más grandes del mundo, esos cuyas marcas son conocidas y respetadas por cientos de millones de usuarios, podrán aspirar para sobrevivir, mediante estrategias por inventar, a muy amplios y diversos mundos al mismo tiempo. El resto, en cambio, deberá contentarse con conquistar el afecto de parcelas de audiencias que hoy por hoy habitan no necesariamente en un mismo lugar físico, sino repartidas por los distintos rincones del espacio internáutico.
Es evidente que hoy avanzamos a tientas. Que no existen las respuestas definitivas, que nos debatimos entre la felicidad que causa la democratización de la información (nunca antes llegó a tanta gente) y de las voces (jamás pudieron hacerse escuchar tantos individuos), y la angustia de verlas convertidas en jaurías irracionales movidas por versiones antojadizas y autocomplacientes. La importancia del buen periodismo en esta nueva realidad que, como vamos sabiendo, invita a nuevas técnicas de manipulación de las conciencias, es enorme, pero nadie puede esperar que por el hecho de ser necesario para que la democracia se fortalezca, recibirá un apoyo mágico. Alcanzarlo es un reto de creatividad inaudito para quienes están interesados en luchar por él. Ese buen periodismo posee más herramientas que nunca y debe usarlas todas. No puede conformarse con recurrir a sus viejas glorias. No debiera enseñarse ya como una técnica determinada, sino como un afán de honestidad y conocimiento por llevarse a cabo utilizando todas las armas que la modernidad pone a su alcance.
Decía al comienzo que esos primeros tiempos de The Clinic pueden dar pistas de hacia donde ir, porque entonces no teníamos nada y debimos encontrar nuestros recursos en aquellos lectores con quienes generamos complicidad. Quizás hay que allanarse una vez más a esa precariedad, aspirar de nuevo a la cercanía, renunciar a los triunfos del camino para comenzar de nuevo. Y escuchar a los más jóvenes, porque ellos conocen mejor este mar en que hoy muchos sentimos naufragar.