Lúcido y contundente inventario de problemas el que plantea Andrea Insunza.
Desafiantes y enormes los verbos con que describe las principales tareas que es necesario emprender para enmendar el estado de cosas mediático. Y especialmente para desarrollar un buen periodismo en estos tiempos. Sobre todo, porque como dice ella –y yo concuerdo-, en eso le va la vida a la democracia.
Resistir, experimentar, generar confianza, escuchar, pensar. Ni más ni menos.
La escasez de espacio para los comentarios hace recomendable remitirse precisamente a esos grandes verbos.
Resistir frente a los cambios que ha introducido la tecnología digital y que la autora no duda en comparar con la aparición de la imprenta es el primer reto. Yo me atrevería a ser todavía más radical. Tal vez la escritura sea una mejor analogía revolucionaria. La escritura vino a poner las cosas de cabeza y volvemos a estar así. Porque, precisamente, se trata de un cambio en las cabezas. No sólo en nuestros modos de “consumir contenidos” (frase abominable), sino en nuestros modos de percibir y relacionarnos como grupo.
Efectivamente, uno de los desafíos que plantea esta nueva transformación es cómo hacer que el periodismo sea económicamente viable. Sin embargo, cualquier respuesta a esa pregunta correrá el riesgo de ser insuficiente o francamente inadecuada si los propios medios no se convencen de que el periodismo NO ES primariamente una cuestión económica, sino política (Los medios impresos han ubicado sistemáticamente la cobertura de las situaciones críticas de los canales de televisión en las secciones Mercado y empresas o Economía).
Generar confianza, propone la autora y ofrece un catastro de saludables acciones de “accountability” mediática, la mayoría habituales en los más prestigiosos medios extranjeros, pero francamente excepcionales en los nuestros. Estar dispuestos a mostrar cómo hacemos las cosas y hacer sólo aquellas que estamos dispuestos a declarar, es algo a lo que estamos poco habituados, probablemente porque nos percibimos a nosotros mismos en una cierta posición de privilegio. De todas las sanas costumbres que plantea, es justamente la disposición a que el trabajo periodístico sea sometido a examen, donde calificamos más bajo. Más allá del juicio que se tenga respecto de ellos, baste recordar la postura unánime, cerrada, sin matices, cuando se abrió un cuestionamiento a los procedimientos periodísticos en los orígenes del caso Caval, que de inmediato fueron vistos como riesgos para la libertad de expresión. Por cierto, la concentración de medios no contribuye a una mayor disposición al examen ajeno, sino que alimenta la tentación de atrincherarse.
Con todo, esas sanas costumbres descritas no son suficientes. Necesariamente habrá que pasar por la pregunta de por qué los medios han ido dejando de ser objetos de confianza y de si no hay algo en el modo de entender el periodismo y las noticias que nos ha hecho crecientemente poco confiables: la tendencia a simplificar lo complejo con competencia y polarización, la dificultad para hacernos cargo de acontecimientos de largo aliento y de los que se gestan silenciosamente (nuestra incapacidad para abordar las cuestiones medioambientales es manifestación de ello, creo yo), por ejemplo.
Experimentar es necesario, coincido con la autora. Pero no sólo con los modos de los relatos, sino con los tipos de relato. Para eso hace falta creatividad, sí, pero sobre todo coraje. Cuando se está con el cinturón apretado, la tendencia a optar por lo “seguro” es demasiado fuerte. Salvo, claro, que lo más seguro sea la muerte, cuya previsión puede ser un gran incentivo de la valentía.
Escuchar, dice Andrea Insunza y caracteriza cuatro Chile, para luego preguntarse cuál de ellos es el que desvela a los medios y a cuál de ellos se dirigen. La respuesta es, por cierto, el Chile del poder.
Podría uno pensar, entonces, que lo que faltan son medios que hablen y escuchen a los otros Chile, medios para segmentos. Más allá de si fuera una estrategia económicamente viable (seguro que no), es obvio que eso no resolvería la cuestión política, que es la de fondo: cómo producir esa conversación social que está en la base de la democracia. Escuchar, está claro, es fundamental, pero no es suficiente para alimentar la democracia desde los medios. Es necesario HACER DIALOGAR EN ellos, a los diversos Chile (Los pequeños agricultores de Petorca debieron aparecer en The Guardian y en un reportaje de Deutsche Welle para que algunos medios chilenos –muy escasos- dieran cuenta de ellos y de la crisis hídrica del valle).
La cuestión de la gran conversación social está íntimamente relacionada con lo que el texto plantea a propósito del desafío de “pensar”. Allí junto con valorar la sana superación de una malsana prudencia de los medios, la autora reconoce el gran trabajo que se ha hecho a partir de la segunda mitad de los 90 en términos de examinar al poder político y “más tímidamente” al económico. Y yo agregaría al eclesiástico. Reconociendo eso como un gran paso, no podemos engañarnos: volvemos a la cuestión de los poderosos, porque se trata de una fiscalización que se hace al poder, desde el poder (el de los medios). ¿Qué rol cumplen y que espacio ocupan en ese trabajo de fiscalización esos otros Chile que describe Andrea Insunza? ¿El de espectadores consternados, desconfiados o indignados de lo que ocurre en las alturas? ¿Será eso suficiente en clave democrática? Es obvio que no. Urge, creo yo, enriquecer el sentido de la fiscalización (la respuesta que los medios den al qué y para qué se fiscaliza tiene que estar fuera de sí mismos y de sus necesidades), y entender que la contribución periodística a la democracia no se agota en inquirir y examinar, sino que debe continuar a través de la articulación del diálogo entre todos los Chile.
Es en ese contexto donde Andrea Insunza hace una pregunta mayor para los medios y el periodismo, particularmente los chilenos: ¿Qué reflexiones estamos haciendo acerca de cómo evitar pasar del escepticismo al cinismo?