Resistir es avanzar
Hace quince años, como director de The Boston Globe, Martin Baron comprobó qué tan poderoso podía ser el periodismo: meses después de que el diario revelara cómo la iglesia católica de Boston había encubierto de forma sistemática a sacerdotes abusadores sexuales, el intocable cardenal Bernard Law se vio forzado a dejar su cargo.
Hoy Martin Baron es el director de The Washington Post, el mítico diario del Watergate, el que provocó la renuncia de Richard Nixon, el paradigma del cuarto poder. Un poder que, casi 45 años después, Baron teme que esté desgastado
En febrero de 2018, al dictar una conferencia en la Universidad de Oxford, Baron repasó lo que a su juicio ha ocurrido con el periodismo en el último par de años: “¿Cómo es posible que la opinión púbica se encogiera de hombros cuando informamos que lo dicho por un candidato y, después, por el Presidente, era falso? ¿Cómo es posible que la gente creyera cosas que no son ciertas, a pesar de que pudimos documentar que eran falsas? ¿Cómo es posible que sitios web creados de la noche a la mañana consiguieran difundir con éxito falsedades y teorías de la conspiración, sin sufrir ninguna consecuencia a pesar de engañar deliberadamente al público sólo para ganar audiencia?”
Baron está inquieto. Siente que «las viejas reglas del periodismo ya no aplican», que la verdad –o la versión más completa de la verdad– ya no genera impacto, y que la opinión pública quizás ya no procesa la información como lo hizo antes.
«¿Qué pasa si en realidad el público rechaza la idea misma de contar con un árbitro independiente que se pronuncie sobre lo que es verdadero o falso?”, se pregunta. “¿Cómo funciona la democracia cuando no podemos ponernos de acuerdo en un conjunto de hechos básicos?».
¿Qué hacer?
Resistir.
«Baron se pregunta: ¿Qué pasa si en realidad el público rechaza la idea misma de contar con un árbitro independiente que se pronuncie sobre lo que es verdadero o falso? ¿Cómo funciona la democracia cuando no podemos ponernos de acuerdo en un conjunto de hechos básicos?»
- Resistir
Lo primero que periodistas y medios deberíamos hacer es dedicarnos a hacer periodismo y no otra cosa. Resistir. No abandonar la tarea de informar a los ciudadanos sobre los asuntos relevantes que afectan la vida en común, sobre quiénes participan en los circuitos de poder y/o diseñan las políticas que moldean a la sociedad, y sobre por qué esas decisiones terminan siendo las que son.
La libertad de expresión es un pilar de la democracia, entre otras cosas, porque le otorga garantías al periodismo para escrutar al poder público y privado. Los periodistas estamos aquí para examinar, en nombre de la ciudadanía, las acciones de autoridades, de quienes concentran la riqueza, de grupos de interés, en fin, de los actores que participan formal o informalmente en el proceso de toma decisiones públicas, y buscan influir y reglar la vida en común. El objetivo es que periodistas y medios pongan a disposición de la ciudadanía información de interés público, de modo que esta pueda pedir rendición de cuentas. Por lo mismo, el periodismo está llamado a ser sensible ante las necesidades de la sociedad, a los temas de su tiempo, y por eso le corresponde enriquecer el debate público.
Esto, que parece una obviedad, hoy es muy complejo de hacer.
Por eso resistir es el primer paso.
«La libertad de expresión es un pilar de la democracia (…) porque le otorga garantías al periodismo para escrutar al poder público y privado. Los periodistas estamos aquí para examinar, en nombre de la ciudadanía, las acciones de autoridades, de quienes concentran la riqueza, de grupos de interés, en fin, de los actores que participan formal o informalmente en el proceso de toma decisiones públicas, y buscan influir y reglar la vida en común»
El periodismo está siendo atenazado por fuerzas distintas. El modelo de negocios en el que se ha sustentado está en crisis (y en vías de extinción). Los medios perdieron el control sobre la distribución de los contenidos, quizás el más tectónico –e incomprendido– de los cambios. Y las audiencias están a merced de algoritmos que les ofrecen contenidos personalizados para mantener su atención, independientemente del valor de los mismos.
En esta primera sección del texto voy a detenerme en cuáles son los obstáculos que, a mi juicio, enfrenta el periodismo para seguir siendo fiel a sí mismo. En una segunda sección abordaré algunas cuestiones que, me parece, pueden ayudar a superar esos obstáculos: innovar, mostrarse y escuchar al público, para conectar directamente con éste generando confianza en la calidad del trabajo periodístico. Finalmente, en la última sección dejaré planteados un par de temas que, a raíz de las tensiones provocadas por la revolución digital, desafían al periodismo a asumir (o no) nuevas responsabilidades para contribuir a mejorar la salud de la democracia (y no empeorarla).
Vamos por parte.
i. Las noticias no son un negocio
Lo primero que hay que comprender es que los medios venden avisaje y no noticias. Y la publicidad está dejando los medios tradicionales para volcarse hacia las plataformas digitales: buscadores como Google, redes sociales como Facebook, etc. En la medida que esa tendencia se profundiza, más se abre la interrogante sobre cómo hacer sustentable el periodismo. Y sobre qué tipo de periodismo sobrevivirá.
El periodismo que nos parece deseable –riguroso, independiente, imparcial– fue primero resultado de una decisión comercial. En su origen, los periódicos nacieron como vehículos de opinión a través de los cuales distintos grupos debatían y, sobre todo, divulgaban sus ideas. Luego, y en la medida en que a fines del siglo XIX el costo de impresión bajó y los periódicos se masificaron, estos se transformaron en plataformas para el avisaje. Y entonces resultó más atractivo renunciar a la promoción de ideas y alentar un tratamiento “objetivo” de los hechos, para así sumar más lectores y, por añadidura, más avisadores (que ya no tenían por qué pensar lo mismo).
Comenzó entonces a operar un modelo de subsidios cruzados –que se profundizó con la masificación de la radio y la televisión–, en que los contenidos blandos, que atraen a una audiencia mayor, conseguían el avisaje que permitía financiar el reporteo y la distribución de los contenidos duros, es decir, las noticias. Ese modelo funcionó por poco más de un siglo. Hasta que internet y el avance de la tecnología lo echó abajo. Para bien y para mal.
Por un lado, la revolución digital redujo los costos para crear un medio y hacer periodismo. Hay más diversidad en las líneas editoriales, hay más voces y temas, hay más técnicas y herramientas de reporteo, y también más lenguajes y canales para distribuir contenido. Cualquiera puede competir con un medio si se lo propone (e incluso sin pensarlo).
«El periodismo que nos parece deseable –riguroso, independiente, imparcial– fue primero resultado de una decisión comercial. En su origen, los periódicos nacieron como vehículos de opinión a través de los cuales distintos grupos debatían y, sobre todo, divulgaban sus ideas.»
Por otro lado, la digitalización, las redes sociales y, muy importante, los teléfonos móbiles, le quitaron a los medios el oligopolio sobre el avisaje. Hoy los buscadores (Google, YouTube), las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, Linkedin, etc.), los portales de venta online (Amazon), páginas web, aplicaciones, servicios de mensajería instantánea (Messenger), etc., compiten por la publicidad. Hay medios que han perdido su principal fuente de ingresos, han tenido que reducir sus equipos o han cerrado. Y todavía son pocos los medios nativos digitales que han dado con un modelo de negocios sustentable (salvo la filantropía).
Este es un primer problema: ¿cómo hacer que el periodismo sea económicamente viable?
ii. El editor es un algoritmo
El cambio más tectónico, sin embargo, es otro: los medios dejaron de tener el control sobre la distribución de las noticias, algo que Emily Bell, la directora del Tow Center for Digital Journalism, y quien se dedica a estudiar el impacto de la tecnología en el periodismo, ha comparado con el antes y el después que provocó el invento de la imprenta.
Esta pérdida de control afecta la esencia de la práctica periodística, porque nos arrebata lo que hasta ahora nos era exclusivo: definir sobre qué informar, cuándo y cómo.
Ahora, en cambio, la información se ha fragmentado y atomizado. Desde una óptica positiva, internet ha provocado una democratización del consumo: cada persona puede definir su dieta informativa según sus intereses, sin depender de la selección, los filtros y los sesgos de los medios. Pero hay mucho de fantasía en esto.
Hoy, entre los “contenidos” y la audiencia hay un opaco ecosistema digital que sí opera con selección, filtros y sesgos. En nuestras pantallas hay una serie de sugerencias sobre qué leer, ver o escuchar, fruto de algoritmos que no conocemos ni controlamos y que, en el caso de las plataformas, buscan mantener nuestra atención para perfilarnos y ser persuadidos por… los avisadores. (Y ya no estamos hablando de la tradicional industria de la publicidad, sino de que cualquiera puede pagar para que un contenido x llegue a un público y).
Cuando el propósito de los algoritmos es mantener nuestra atención, premian el contenido de baja calidad (de fácil consumo y viralización), premian el contenido con mayor alcance (y castigan las noticias locales), premian lo que sorprende, aún si se trata de exageraciones, medias verdades o mentiras, y en ocasiones premian el reforzamiento de puntos de vista.
¿Qué espacio queda para las noticias?
Muy poco. Y menos todavía cuando a la pelea por la atención se suman los juegos, Netflix, Spotify o las app de citas. (Mirar el ranking de aplicaciones en las tiendas de Apple y Android es un buen ejercicio para tener una perspectiva de la magnitud de esta competencia).
Este es un segundo problema: ¿cómo revalorizar el periodismo ante la audiencia?
iii. Mandan las emociones
En What is Happening to News (2010), el ex editor del Chicago Tribune, Jack Fuller, intenta responder por qué están en crisis los medios y el periodismo serio, que él identifica como el que aborda asuntos públicos para que la ciudadanía tome decisiones informadas.
Fuller se detiene en la neurociencia para explicar que razón y emoción son inseparables y que, por tanto, algunos valores asociados al periodismo –objetividad, acercamiento factual, distancia emocional– no son eficaces para captar la atención del cerebro. Mucho menos ahora que antes. ¿Por qué? Fuller apunta a que vivimos en un estado de “agitación emocional”, producto de la sobrecarga de información, de la presión del tiempo y de los múltiples estímulos para distraernos.
¿Y entonces? “Un cerebro emocionalmente excitado se siente atraído por emociones fuertes”, señala Fuller. ¿Qué emociones? Las que nos provocan sorpresa (por sobre lo importante), sentimientos negativos (más que positivos) y auto confirmación (lo que refuerza puntos de vista y prácticamente elimina la posibilidad de un “hallazgo casual”).
Fuller, quien falleció en 2016, era un periodista de la vieja escuela. En 2013 estuvo en Chile y fue honesto al decir que él era incapaz de contar historias apelando a las emociones. Pero, como buen periodista, se rindió ante la evidencia. “El cambio sucederá a través del uso de la emoción y sin dependencia de la voz autoritaria”, dijo en una de sus conferencias.
Y dejó planteado, entonces, un tercer problema: ¿cómo crear un lenguaje que apele a las emociones para comunicar lo importante?
2. Experimentar, generar confianza, escuchar
Si creemos que la democracia funciona en la medida en que la ciudadanía se involucra en el debate público, en la petición de rendición de cuentas al poder, en la elección informada de sus representantes, el periodismo es indispensable.
Resistir haciendo periodismo, sin embargo, es difícil. Un observador severo podría acusar a los medios de haber caído en todas las trampas que han devaluado al periodismo. Mucho clickbait en vez de investigación; mucha cobertura centrada en polémicas frívolas antes que en debates de fondo; mucho charlatán en vez de expertos; y así. En el peor de los casos, recursos desesperados para sobrevivir; en el mejor, una variación extrema en la lógica de los subsidios cruzados.
Pero el periodismo no va a sobrevivir así. Y eso puede tener consecuencias muy graves para la democracia.
En esta sección del texto abordaré los problemas hasta aquí planteados. ¿Cómo crear un lenguaje nuevo? Experimentando. ¿Cómo revalorizar el valor del periodismo ante la audiencia? Conectando directamente con el público y generando confianza en el contenido periodístico. ¿Cómo revalorizar el periodismo ante la audiencia? Volviéndolo un bien indispensable, al punto de que no dudemos que debemos financiarlo.
En todos esos ámbitos, el periodismo chileno tiene mucho por hacer.
i. Experimentar
Me cuesta entender por qué los (grandes) medios aún no tienen equipos específicos destinados a experimentar con nuevos lenguajes, formatos, soportes y plataformas. Necesitamos espacios para probar, adaptar y, muy importante, inventar. El propósito tiene que ser doble: captar la atención de la audiencia (que ya hemos visto es difícil) con información sobre asuntos de interés público, es decir, con contenido duro (algo mucho más difícil).
Para eso estamos obligados a innovar: los lenguajes, las interfaces, los algoritmos, pueden estar del lado del periodismo. Y para eso hay que trabajar con quienes saben: ingenieros en computación, diseñadores de interfaces, expertos en economía de la atención, neurocientíficos, ciberantropólogos. Y también con filósofos en el ámbito de la ética.
Primero, porque si queremos comprender cómo capturar la atención y experimentar apelando a las emociones, es apropiado discutir qué vamos a permitirnos y qué no. Fuller, por ejemplo, propone dos reglas: definir primero la pauta (los contenidos) y sólo después pensar en el formato; y usar los nuevos lenguajes a favor del público y no del medio (informar, no sumar audiencia porque sí).
En el fondo, necesitamos entender también cómo son la infraestructura y las lógicas del ecosistema digital, para poder desarrollar proyectos que usen o alteren esa infraestructura y esas lógicas a favor del periodismo. Si el objetivo es llegar a la mayor cantidad de personas con información de calidad, lo vamos a hacer con tecnología.
«¿Cómo crear un lenguaje nuevo? Experimentando. ¿Cómo revalorizar el valor del periodismo ante la audiencia? Conectando directamente con el público y generando confianza en el contenido periodístico. ¿Cómo revalorizar el periodismo ante la audiencia? Volviéndolo un bien indispensable, al punto de que no dudemos que debemos financiarlo».
ii. Generar confianza
Según la encuesta CEP de mayo-julio de 2017, más del 60% de los encuestados confía poco o nada en los medios: un 61,8% confía poco o nada en las radios; un 77,2% en los diarios y un 78,9% en la TV.
Fuente: Elaboración propia, Encuesta CEP, mayo-julio de 2017
Si las noticias tienen que abrirse espacio entre múltiples estímulos, cámaras de eco, rumores, medias verdades, manipulaciones y mentiras, tenemos que ofrecer algo distinto: sí, información de calidad, pero también, transparencia, horizontalidad, empatía. Generar confianza.
Ahora, ganar la confianza del público no es sinónimo de complacer los deseos de la audiencia. Jay Rosen, director de Studio 20 de NYU, explica bien la diferencia: “Es fácil conseguir que alguna gente confíe en ti si le presentas como noticias solo lo que sostiene sus creencias previas o si demonizas a los que no quieren”. Lo difícil, continúa, es hacer periodismo.
A mí me parece que en Chile tenemos que partir por cumplir algunos de los siguientes estándares básicos:
* Reconocer públicamente los errores. Los medios y periodistas chilenos todavía no adquirimos la costumbre de exponer nuestras equivocaciones. A los periodistas nos afecta equivocarnos y, por lo mismo, nos cuesta dar cuenta de ello. Pero el periodismo es, por naturaleza, falible. Y es más honesto con el público asumir eso sin mayor dramatismo.
Hay experiencias para imitar. Una es llevar un registro público de los errores, desde los detalles –un nombre mal escrito, una fecha equivocada–, hasta los de fondo. Un muy buen estándar es el del New York Times: publican un registro diario en su versión impresa y online, y además corrigen los textos online dejando constancia de los cambios al final de cada nota. ProPublica va un paso más allá: además del registro, cuando hay errores de fondo explica por qué los cometió.
* Aceptar que el trabajo periodístico sea examinado. Hay equivocaciones muy graves que merecen un tratamiento especial. La peor es publicar un invento. Quizás el caso más emblemático es el de Janet Cooke y The Washington Post. En septiembre de 1980, el diario publicó en primera plana un reportaje de Cooke titulado “El mundo de Jimmy”, que contaba la historia de un niño de ocho años, adicto a la heroína. El relato describía en detalle al pequeño, el lugar en que vivía, y cómo la pareja de su madre le inyectaba heroína regularmente. El 13 abril de 1981, Cooke ganó el Premio Pulitzer. Dos días después, el Washington Post tuvo que devolver el reconocimiento, un hecho inédito hasta hoy.
The Washington Post decidió investigar qué había pasado, tarea que el director dejó en manos del Defensor del lector: alguien que trabaja en el medio para examinar el trabajo periodístico por un periodo de tiempo en que no puede ser removido del cargo, cuyas consultas deben ser respondidas por periodistas y editores, y cuya opinión debe ser publicada. El 19 de abril de 1981, el Washington Post publicó el reporte sobre el caso Cooke en portada. “El sistema (de control) falló por completo”, fue la conclusión, que comprometía a la cadena de editores.
Otro error gravísimo es tragarse una mentira. A fines de 2014, la revista Rolling Stone publicó un reportaje contando cómo una estudiante de la Universidad de Virginia había sido violada por un grupo de estudiantes de una misma fraternidad. La historia resultó ser falsa. (La propia fuente de la historia –cuya identidad en el reportaje se mantuvo en reserva– lo reconoció).
Rolling Stone resolvió pedir una auditoría externa para entender cómo es que terminó publicando una mentira en su portada. Le encargó la tarea a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, que reconstruyó paso a paso los errores de la periodista responsable de la historia y de los editores de la revista. Cinco meses después de publicar el reportaje “Una violación en el campus”, Rolling Stone se retractó completamente. Y otros cuatro meses después, el director de la revista renunció a su cargo.
De estas experiencias, rescato tres cuestiones que creo que deberíamos “importar”: perder el miedo a exponer los errores, buscar examinadores independientes cuando las equivocaciones son fruto de fallas sistémicas, y asumir que los responsables de los errores graves deben pagar costos.
En la llamada era de la post-verdad, hay una oportunidad para el periodismo y para los medios. Decir “me equivoqué” permite decir “en esto otro estoy en lo correcto”. Y reconocer las propias fallas otorga más legitimidad para escrutar a otros.
Y, además, un defensor del lector va más allá: examina decisiones editoriales (enfoques, elección de fuentes, calidad de las mismas, etc.), algo que también nos hace falta.
* Mostrarnos. Ese es otro paso que podemos dar y significa cambiar la cultura en la que estamos acostumbrados a trabajar. La trastienda del trabajo periodístico es valiosa. Y puede ser tan informativa como su resultado.
¿Por qué elegimos reportear un tema? ¿Cuánto tiempo investigamos? ¿A qué lugares fuimos? ¿Qué tipo de fuentes consultamos? ¿Conversamos con ellas en persona, por teléfono, mail, chat? ¿A cuántas personas entrevistamos en reserva y por qué? ¿Qué información obtuvimos revisando lo que ya publicó la competencia? ¿Cómo conseguimos documentos públicos? ¿Enfrentamos algún obstáculo? ¿A qué documentos reservados accedimos? ¿Trabajamos con alguna base de datos ajena? ¿Armamos una base propia? ¿Cómo procesamos esos datos? ¿Nos apoyamos en especialistas? ¿Qué cuestiones no pudimos responder?
Esto se suma a lo que podríamos llamar “transparencia activa”: los medios debiesen informar cómo se financian, quiénes integran sus directorios y cuáles son sus intereses, y mencionar el vínculo con sus dueños en los artículos sobre ellos o sus negocios, etc.
Lo que hay que entender es que hay una redistribución de poder entre los medios y el público. Y que en la medida en que este último se vuelve cada vez más indispensable para financiar el periodismo, merece mayor transparencia.
iii. Escuchar
Si aceptamos que los medios tienen que conectar directamente con el público y generar una relación única con sus audiencias, entonces parece sensato que pongan atención a sus preocupaciones. Hasta ahora los medios han tratando a las audiencias como grupos a los que conectar con los avisadores. Pero la perspectiva cambia si el público pasa a ser el financista. (Y cambia mucho más si entendemos el periodismo como un bien público).
En 2017, el PNUD publicó “Desiguales”, libro que inauguró el primer intercambio de Intersecciones. Uno de los méritos del libro es que muestra cuántos Chile distintos existen y, por lo tanto, a cuántos Chile distintos hay que “escuchar”.
Hay un Chile de limpiadores de oficina y empleadas domésticas, de trabajadores agrícolas o pescadores, con hasta 8 o 10 años de escolaridad, que gana menos de $250 mil al mes. Ese Chile muchas veces vive en la periferia y lidia con peligros concretos: la droga, el alcohol, la cárcel y la delincuencia. En este Chile, el miedo es volver a vivir en la marginalidad y la miseria. Los hijos están trabajando, por lo que las esperanzas están puestas en los nietos. Este es el Chile de las clases bajas.
Hay otro Chile de vendedores de tienda o secretarias, de los albañiles o mecánicos. Es el Chile de las clases medias bajas, el mayoritario, el que logró terminar la Educación Media y se ha incorporado al trabajo formal, aunque en jornadas dobles o triples, y los fines de semana. Es un Chile orgulloso del “esfuerzo propio”, que se siente afortunado por tener trabajo y que, por temor a perderlo, como dice Ramón, “acepta lo que venga, no más”. En este Chile la mitad gana menos de $377 mil al mes, y hay temor de volver a la pobreza en la vejez, por el bajo monto de las pensiones. La esperanza, aquí, está puesta en los hijos que cursan o esperan cursar estudios superiores.
Luego está el Chile de las clases medias. El Chile de los profesores, de los técnicos en informática, de los microempresarios. Con 15 años promedio de estudios, la mitad gana al menos $ 660 mil al mes. Este Chile se reconoce en la figura del “emprendedor”, que toma decisiones y corre riesgos. Es el Chile que deja el barrio de la infancia, y que a veces termina siendo ajeno para la familia de origen. Es el Chile que toma un crédito hipotecario, que compra un auto. Es el Chile que educa a sus hijos en colegios particulares subvencionados. Aquí la preocupación es no poder pagar las deudas.
Finalmente, está el Chile de las clases medias altas. Un Chile en el que hay herederos y también nuevos integrantes que han ascendido socialmente, que se ha duplicado (representa al 16% de la población), pero sigue siendo minoritario. Es el Chile de los ingenieros, los abogados, los sicólogos; el Chile que trabaja en grandes empresas públicas o privadas. Es un Chile de tez más blanca que el resto. Es un Chile que vive concentrado y separado de los otros, que educa a sus hijos en colegios particulares pagados y buenas universidades, que va a clínicas privadas y tiene Isapre. En este Chile, los miedos no son personales o familiares, pues no se lidia con la incertidumbre cotidiana que tan bien conocen los otros Chile. Aquí los miedos apuntan al país, a los valores, al rumbo de la economía, porque sólo cambios drásticos podrían poner en riesgo su existencia.
Este es el Chile que concentra la riqueza y el poder.
¿A cuál de estos Chile escuchan más los medios? ¿Ante cuáles de estas preocupaciones son más sensibles?
«Si logramos renovar el interés por la información de interés público y los debates relevantes adaptándonos a los desafíos de la revolución digital, entonces el público tendrá motivos para financiar el periodismo»
Experimentar, mostrarnos y escuchar. Conectar directamente con el público y ganar su confianza. Ahí está el futuro del periodismo.
Si logramos renovar el interés por la información de interés público y los debates relevantes adaptándonos a los desafíos de la revolución digital, entonces el público tendrá motivos para financiar el periodismo.
Ese es el mejor “modelo de negocios”: volvernos indispensables al punto de que, en un ecosistema donde los contenidos gratuitos abundan, el compromiso del público con el periodismo sea de tal intensidad que esté dispuesto a pagar por él.
3. Pensar
El 24 de agosto de 1990, cuando recién se iniciaba la transición a la democracia, el Presidente Patricio Aylwin pronunció un discurso en la Asociación Nacional de la Prensa (ANP) en el que solicitó a propietarios y directores de medios que “extremen su cuidado, a fin de que, al cumplir su tarea de informar, sean vehículos de unidad y no de disensión, de verdad, y no de error”. ¿A qué podía dedicarse un periodista, entonces, en años en que la verdad –y no el error– provocaba disenso o, peor, crisis?
En general, en Chile los 90s fueron años de autocensura. Primero, porque el periodismo consideró prioritario proteger la democracia recién recuperada. Luego, porque primó la idea de tratar al poder con extrema consideración.
A fines de los 90s, sin embargo, algo comenzó a cambiar y la condescendencia periodística hacia la autoridad se vino abajo. En Historia, poder y periodismo de investigación en Chile abordo el tema y menciono algunos hitos relevantes: cómo periodistas clave de los 80s se dedicaron a la investigación periodística y la volcaron en libros; la publicación de El libro negro de la justicia chilena, de Alejandra Matus en 1996, que años después obligaría a eliminar las Leyes de desacatado en Chile; la detención de Augusto Pinochet en Londres, quizás el factor más relevante, pues representó la caída de los intocables; la publicación de libros de investigación periodística sobre asuntos de interés público; la creciente competencia entre medios; y el ingreso de una nueva generación de periodistas a los mismos.
Desde entonces, el periodismo chileno ha vuelto a examinar, sin complejos, al poder político y, aunque más tímidamente, al poder económico. Pero esta mayor independencia también ha generado críticas. Se nos ha acusado de tener un ánimo inquisidor; de actuar con un afán de protagonismo; de ponernos por sobre el bien y el mal.
Aquí, si hay que elegir entre exceso de prudencia o un escrutinio exagerado, me quedo con el segundo. Sin ninguna duda.
Sin embargo, hay un par de tensiones importantes a las que me parece debemos prestarles atención, pues pueden corroer la democracia. Una es la baja en la confianza en las instituciones. La otra es el aumento de la polarización. ¿Por qué importa pensar en esto? Porque sin instituciones legítimas y con una polarización extrema, el espacio para la desinformación aumenta. Ganan quienes niegan el calentamiento global o la efectividad de las vacunas, por ejemplo. Campean las teorías conspirativas. Y ocurre lo que advertía Baron: el público parece perder el interés en distinguir qué es verdad de qué es mentira. Algo que puede terminar dañando a la democracia.
En “Trust and Democracy”, Jeffrey A. Abramson sistematiza algunas causas que podrían explicar la baja confianza en la política. Hay quienes apuntan a los medios, dice, específicamente a un sesgo negativo y banal al cubrir la política. A una cierta malicia que opera por defecto.
¿Puede el periodismo –incluso el buen periodismo– dañar la democracia?
En general, diría que esta es una queja propia de las elites. El rol del periodismo es fiscalizar al poder y en una democracia sana es un buen síntoma que las personas o instituciones que abusan de su poder paguen un costo: enfrenten una condeja judicial, la pérdida de un cargo público o privado, una merma reputacional, o la regulación, intervención o cierre de la institución o compañía que ha traicionado la confianza pública, etc.
Ahora, ¿nos excusa eso de preguntarnos si la caída en la confianza de las instituciones nos concierne en algo? ¿Tenemos puntos ciegos que nos impiden ver –y contar– cuando el poder funciona bien? ¿Estamos descuidando la cobertura de políticas públicas que sí funcionan? ¿Qué reflexiones estamos haciendo acerca de cómo evitar pasar del escepticismo al cinismo?
Lo que puede haber detrás del cuestionamiento al sesgo negativo de los medios es una aspiración a una cierta justicia periodística. A que el poder sea examinado para mostrar sus fallas, pero también sus aciertos.
No pienso en esa justicia periodística como la que debe existir respecto de todo investigado: contactarlo y pedirle, de buena fe, su versión sobre los hechos (aunque hay casos en que, por seguridad, esto es imposible). Las figuras públicas, de hecho, están expuestas a un escrutinio mayor que un ciudadano común. Y, aunque pueden ver en esto una injusticia, lo cierto es que se trata de un costo asociado al rol que eligieron cumplir.
Pienso más bien en un periodismo justo con el público. En un periodismo que enriquezca los elementos para que la ciudanía evalúe a quienes ejercen poder. Y ahí la pregunta de fondo es si estamos entregándole un panorama completo, complejidades y matices mediante, sobre quienes detentan poder.
«¿Tiene responsabilidad el periodismo en todo esto? ¿Tiene que ayudar a romper las “cámaras de eco” y a conectar a audiencias que piensan distinto? ¿Tiene que trabajar para reconfigurar una esfera pública? ¿Tiene que alentar la amistad cívica? ¿Y puede hacerlo sin censurar voces disruptivas?»
Junto con la desconfianza, otro fenómeno al que hay que poner atención es el aumento de la polarización. Esto ha venido ocurriendo en varios países y hace años se debate qué aspectos positivos y negativos tiene para las democracias, y en qué grados es tolerable. En How Democracie Dies, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, advierten que “la polarización extrema puede matar a la democracia”.
En Chile, la polarización ha crecido desde mediados de la década de 2000. Esa es una de las conclusiones del trabajo de Jorge Fabrega, Jorge González y Jaime Lindh en “Polarization and Electoral Incentives: The End of Chilean Consensus Democracy, 1990-1994”, donde fijan 2013 como el año en que la democracia de los consensos llegó abruptamente a su fin.
Analizando los datos de la encuesta CEP entre 1990 y 2014, los autores ubican a los adherentes de los principales partidos políticos en un eje izquierda–derecha. Se observa que desde el 90 hasta mediados de 2000 se produjo una convergencia, mientras en la última década la polarización ha aumentado.
Fuente: Fabrega et al (2017)
¿Cuándo la polarización es un problema? Cuando unos temen que otros gobiernen, cuando dejan de ver en el otro a un legítimo adversario con ideas o creencias distintas y, en cambio, lo ven como un enemigo peligroso que está completamente equivocado.
En “It’s the (Democracy-Poinsoning) Golden Age of Free Speech”, Zeynep Tufekci, una socióloga que estudia el impacto de la tecnología en la vida en común, lanza una tesis provocativa: el modo en que el discurso se distribuye a través de las grandes plataformas como Facebook, Google (que es dueño de YouTube) y, en menor medida, Twitter, ha intoxicado el debate público.
Es decir, la revolución digital, que por un lado podría ser la era de la democratización de la información, podría ser también una era de polarización y, por lo tanto, de desinformación y desconfianza. Según Tufekci, en el ecosistema digital actual, los mensajes pueden ser pensados, diseñados y distribuídos para públicos específicos, sin que otros se enteren de su existencia: “Sí, (hoy) es más fácil participar en el discurso público, pero, al mismo tiempo, este se ha transformado en una serie de conversaciones privadas que ocurren a espaldas de todos nosotros”.
Es decir, ni está claro que exista debate público, ni que siga en pie la esfera pública.
¿Tiene responsabilidad el periodismo en todo esto? ¿Tiene que ayudar a romper las “cámaras de eco” y a conectar a audiencias que piensan distinto? ¿Tiene que trabajar para reconfigurar una esfera pública? ¿Tiene que alentar la amistad cívica? ¿Y puede hacerlo sin censurar voces disruptivas?
Sí, estos desafíos nos exceden. Y, sin embargo, no es claro si podremos eludirlos.
Vuelvo a la pregunta de Martin Baron: “¿Qué pasa si en realidad el público rechaza la idea misma de contar con un árbitro independiente que se pronuncie sobre lo que es verdadero o falso? ¿Cómo funciona la democracia cuando no podemos ponernos de acuerdo en un conjunto de hechos básicos?”
El problema, lo sabemos, es que no funciona. Antes, eso sí, bastaba con decir: sin periodismo no hay democracia. Hoy, agregaría: sin buen periodismo no hay democracia.
*Andrea Insunza es directora del Centro de Investigación y Publicaciones de la UDP. Periodista de la Universidad de Chile y Master in Journalism de Columbia University, es coautora, junto a Javier Ortega, de “Bachelet. La historia no oficial” y “Legionarios de Cristo. Dios, dinero y poder” y coeditora de “Los archivos del cardenal. Casos reales Vol I y II”. Es coeditora de www.casosvicaria.cl y cocreadora, junto a Francisca Skoknic y Paula Molina, del chatbot de noticias LaBot.