Izquierda y Derecha en el Chile Actual

Escrito por:
Cristobal Bellolio
Publicado el 08/01/2020
Escrito por
Josefina Araos
El ensayo de Cristóbal Bellolio se pregunta por el clivaje que separa a izquierda y derecha en el Chile de hoy. La tarea es difícil, no sólo […]
Escrito por
Rossana Castiglioni
En su interesante artículo, Cristóbal Bellolio identifica lo que, a su entender, son los “sentidos posibles” de las categorías de izquierda y […]
Escrito por
Roberto Gargarella
Agradezco la oportunidad de hacer algunos breves comentarios al texto de Cristóbal Bellolio, titulado “Izquierda y derecha en el Chile actual.” […]
Escrito por
Luis Thielemann
El texto de Cristobal Bellolio es correcto como una diferenciación de los temas centrales de la izquierda y la derecha formalmente existentes en la […]
Escrito por
Carlos Huneeus
Como recuerda nuestro articulista,  los términos “izquierda” y “derecha” son ampliamente utilizadas desde hace más de dos siglos y están […]
Reacción Final
Escrito por
Cristobal Bellolio
Quiero comenzar agradeciendo el tiempo y atención que Josefina Araos, Rossana Castiglioni, Roberto Gargarella, Luis Thielemann y Carlos Huneeus le […]
Fuente: https://www.24horas.cl/data/30anosplebiscito1988/
Leer editorial

La pregunta por la vigencia del eje izquierda / derecha es recurrente. Es una pregunta difícil de responder tomando en consideración que no hay una comprensión unívoca de lo que representan estas categorías. Hay varios sentidos posibles. En un primer sentido, mucha gente piensa que las categorías de izquierda y derecha han perdido fuerza para explicar el paisaje político en la medida que se asocian al antagonismo ideológico central del siglo XX: los socialismos reales por un lado, las sociedades capitalistas occidentales por el otro. Según esta comprensión, estas etiquetas son anacrónicas en tanto sirvieron como coordenadas explicativas de un proceso histórico -la Guerra Fría- concluido. Pero esta comprensión es demasiado contingente. Si bien los conceptos de izquierda y derecha fueron encarnados por proyectos políticos concretos en este período, las nociones teóricas que subyacen a esos proyectos los preceden.

Este segundo sentido, de más largo aliento, radica la división original entre izquierda y derecha según los asientos que tomaron los grupos victoriosos de la Revolución Francesa en la Asamblea Nacional: a un lado, los radicales Jacobinos; al otro lado, los moderados Girondinos. Lo interesante de esta segunda comprensión es que da por sentado que existía izquierda antes de Marx. El mérito de Marx habría sido ofrecer un programa político -y una profecía histórica- a un impulso de transformación social que latía con anterioridad. La derecha, en esta interpretación, es la que protege la estabilidad del sistema y defiende la justicia del estatus quo. Parafraseando una célebre distinción de John Stuart Mill, la izquierda sería el partido del cambio y la derecha el partido de la continuidad. Es una interpretación dicotómica tentadora, pero es problemática si se trata de acomodar los tres grandes sistemas ideológicos de la era contemporánea: conservadurismo, liberalismo, socialismo. Por un lado, el liberalismo es difícil de encajar solamente en la categoría del cambio o la conservación. Por otro lado, porque es concebible que la derecha desencadene fuerzas transformadoras -como lo reconoció el sociólogo Anthony Giddens respecto del mercado- y que sea la izquierda la que se fosilice o actúe en forma “regresiva” -como se le acusa hoy en las llamadas “guerras culturales”.

En un tercer sentido, influido por el debate norteamericano, el eje izquierda – derecha se superpone al eje liberal – conservador. Mientras los primeros subrayan la importancia de la autonomía individual en asuntos morales y favorecen ciertos grados de intervención del estado en la economía, los segundos estiman que hay verdades éticas objetivas -usualmente establecidas por una autoridad externa- que son indisponibles y que la intervención del poder público en las actividades económicas privadas suele ser ilegítima. Dejando la dimensión socioeconómica de lado por el momento, los conceptos de izquierda y derecha en este tercer sentido quedan ordenados de acuerdo con lo que la ciencia política denomina clivaje religioso. Los chilenos lo conocemos de cerca: así se conformaba nuestro sistema de partidos en el siglo XIX. Los conservadores eran la derecha, los liberales eran la izquierda. Una vez que se incorpora el clivaje de clase a comienzos del siglo XX, conservadores y liberales quedan juntos en la derecha, mientras los partidos de las clases medias y obreras se ubican a la izquierda del eje.

De esta última nota histórica emerge una cuarta posible comprensión de la díada izquierda – derecha, a saber, que son etiquetas que no transmiten necesariamente un cuerpo compacto, cerrado y determinado de ideas políticas, económicas y morales, sino que se entienden mejor como etiquetas que se adjuntan a ciertos actores dependiendo de la posición del resto de los actores del sistema. En esta interpretación, la pregunta relevante no es qué significa ser de derecha o ser de izquierda en términos absolutos, sino a la derecha respecto de quién y a la izquierda respecto de quién en términos relativos. Los liberales pensaban lo mismo a fines del siglo XIX y a inicios del XX. Pero al principio eran la izquierda y luego fueron la derecha porque el paisaje político cambió. Que sean etiquetas flexibles no significa que sean enteramente indeterminadas. Ciertas intuiciones centrales persisten independiente de la posición relativa del resto de los actores. Pero en la medida que cambia el paisaje político con la introducción de nuevos clivajes, temáticas y procesos de socialización, cambia la línea divisoria de aguas. En Europa, por ejemplo, algunos investigadores sostienen que la línea divisoria ya no está ni en la religión ni en la clase, sino en la posición de los actores políticos respecto de los temas de inmigración e integración regional. Este nuevo eje globalistas – antiglobalistas estaría absorbiendo las viejas divisiones sobre el tamaño del estado o sobre los derechos sexuales, cuestiones que ya no definen la adhesión política de los ciudadanos. Es plausible sostener que los partidos globalistas siguen siendo la izquierda -por su ADN internacionalista- y los partidos antiglobalistas siguen siendo la derecha -por su ADN nacionalista. Si esto es correcto, millones de votantes tradicionales de la izquierda en Europa han transitado en el último tiempo hacia la derecha, que ha sido más hábil verbalizando políticamente las vulnerabilidades de la globalización. Pero esta lectura no está exenta de objeciones. Entre los antiglobalistas hay movimientos populistas que según las preguntas tradicionales sobre religión y clase son tanto de izquierda como de derecha. Desde ambos extremos han hecho causa común contra el cosmopolitismo de liberales y socialdemócratas, que parecen agruparse en el centro. Es lo que ocurre, a grandes pinceladas, en Francia: Marine Le Pen y Jean-Luc Melenchón tienen profundas diferencias sobre economía y moral, pero están en el mismo lado del nuevo clivaje, donde el adversario es el globalista Emmanuel Macron.

¿Cuál de todos estos marcos de interpretación es más útil para identificar a la izquierda y a la derecha en el Chile actual? De entrada, despejemos dos cuestiones. Primero, una cuestión histórica. De aquí en adelante, no interesa quiénes fueron la izquierda y quiénes fueron la derecha en el pasado. El plebiscito de 1988, como describieron Tironi y Agüero, funcionó como una fisura generativa que dividió a los chilenos en dos grandes campos: a un lado, el democrático; al otro lado, el autoritario. Esta división resumió el eje izquierda – derecha durante la transición. Pero en la medida que el hito de 1988 se aleja en el tiempo y una nueva generación que adquirió conciencia política en democracia se incorpora decididamente a la vida política -incluso a través de la conformación de estructuras electorales propias-, la fisura democrático -autoritaria ya no sirve para sintetizar el eje izquierda – derecha en Chile. No es suficiente, al menos, para el futuro. La segunda cuestión es empírica. Aquí no me interesa lo que declara la mayoría de la gente en los sondeos de opinión. Sabemos que no se siente identificada ni con la izquierda ni con la derecha y que se consideran independientes. Hay varias razones que explican el fenómeno, partiendo por las perogrulladas del descrédito de la política y sus actores institucionales. Soy escéptico de esa pretendida independencia ideológica -que no es lo mismo que independencia partidista. La premisa de este artículo es que todos y todas tienen ideas respecto de cómo debe organizarse la sociedad, y que esas ideas reflejan ciertas intuiciones y convicciones normativas que a su vez pueden asociarse a las grandes tradiciones de pensamiento político. Mucha gente experimenta dificultades para articular esas intuiciones y convicciones en forma clara y sistemática. Pero esas dificultades prácticas no significan que no las tengan o que no puedan ser articuladas desde la filosofía política.

Dicho todo lo anterior, la tesis que someto a consideración es la siguiente: las etiquetas de izquierda y derecha en el Chile actual responden principalmente a forma en que contestan la pregunta sobre lo que el dinero puede (o no puede) comprar. Esta es, primeramente, una pregunta sobre los límites morales del mercado. La izquierda, sostengo, estima que hay una amplia gama de relaciones sociales que deben ser sustraídos de la lógica del mercado. La derecha, en cambio, considera que prácticamente todas las relaciones sociales pueden ser traducidas en el lenguaje del mercado. Pero es, fundamentalmente, una pregunta cuya respuesta retrata lo que llamaré la psicología moral de la izquierda y la derecha. Eso es lo que espero mostrar hacia el final del artículo.

La discusión que tuvimos recientemente en nuestro país sobre la eliminación del financiamiento compartido en la educación particular subvencionada nos sirve para situar la tesis. Aunque se haya popularizado bajo los gobiernos de la Concertación, este sistema expresaba una convicción medular de la derecha: es completamente legítimo que la diferencial capacidad de pago de las personas determine su acceso a los distintos tipos de bienes y servicios que se ofrecen en la sociedad. En esta caso, a los distintos establecimientos escolares. La capacidad de pago de las personas, en esta visión, refleja el resultado de su esfuerzo, mérito y talento. Dicho de otra manera, tienen más los que trabajan más y mejor. Es enteramente justo, entonces, que puedan disponer de su poder adquisitivo para acceder a mejores bienes y servicios, incluyendo una mejor educación. Eso fue, en esta narrativa, lo que posibilitó el sistema de financiamiento compartido: que miles de familias chilenas pudieran traducir su esfuerzo, mérito y talento en mejorar las condiciones educativas de sus hijos. Ahora bien, sabemos que no es enteramente cierto que los padres estén pagando por una mejor educación en un sentido estricto; lo que se paga es una experiencia escolar que tiene diversos componentes, entre ellos, fundamentalmente, la promesa de reproducción del capital cultural de las familias. En este sentido amplio, una mejor educación es una educación que sitúa a sus beneficiarios en la posición de partida que los padres quieren asegurarles en la carrera de la vida. La educación se transforma de esta manera en un elemento central de la estratificación social. El sistema de financiamiento compartido perfeccionaba esa función. Muchas familias que carecían del dinero suficiente para pagar un colegio particular, pudieron en cambio abonar sumas menores a la medida de sus posibilidades económicas, y de esa manera segregarse de aquellas familias que no podían copagar nada. Esta segregación se produjo incluso dentro de la misma educación particular subvencionada con copago, pues no todos los colegios pedían la misma suma.

De esta manera, no se puede decir que la estratificación socioeconómica que refleja el sistema educacional chileno sea un resultado no buscado. Por el contrario, es el resultado de la aplicación de una convicción normativa de la derecha. Ahora bien, esto ocurre en la gran mayoría de los bienes y servicios que se ofrecen en la sociedad: el que paga más tiene acceso a lo mejor. Es lo que el filósofo Michael Sandel denomina la “palconización” de la vida social. Tal como sucede con las entradas a un espectáculo musical, en la vida se paga por cancha, galería o platea. Ahora además se pueden adquirir entradas para espacios Vip, Golden, Platinium y Diamante, todos a un precio distinto dependiendo de la cercanía con el artista y la exclusividad de la vista. En los aviones se paga por viajar en primera, ejecutiva o turista, pero además se puede pagar un adicional para embarcar antes que el resto (es decir, para saltarse la fila). La derecha, sostengo, considera que la palconización de la vida social es moralmente legítima. No sólo en los conciertos y el aeropuerto. También en bienes y servicios básicos como educación y salud. En los distintos ámbitos de la vida social, cada uno es libre de pagar -ya veremos a qué se refiere esta idea de libertad- lo que su bolsillo le permita. La aspiración, evidentemente, es acceder a bienes y servicios mejores que el resto, sobre todo cuando se trata de bienes y servicios posicionales, que son escasos por naturaleza. Es decir, no todos pueden acceder a ellos. Si todos pudieran pagar cancha Diamante, perdería su exclusividad. Si todos pudieran pagar embarque prioritario, nadie podría saltarse la fila. Los bienes y servicios educacionales en comento son posicionales en un sentido amplio. La familias pagan para que sus hijos reciban una buena educación, pero la medida de esa buena educación no se limita a una idea abstracta de calidad, sino que se relaciona directamente con su posibilidad de aventajar al resto. Es decir, una educación será buena en la medida que sea mejor que otras. Esto ocurre porque las posiciones socialmente apetecibles son pocas, y, en consecuencia, hay que competir por ellas. He ahí el reclamo de la derecha: los padres deben tener la libertad de aventajar a sus hijos en la carrera de la vida. No hay nada de inmoral en ello, podría sugerirse, si consideramos que el instinto de mejorar la situación de nuestros seres queridos es consustancial a la especie humana. El derecho a darle lo mejor a nuestros hijos, por tanto, no debe ser conculcado. Aunque ese derecho implique, por necesidad, la libertad de segregar según capacidad de pago.

En su momento, el diputado Giorgio Jackson se sorprendió que hubiera chilenos movilizándose por algo así como un “derecho a pagar”. No hay nada de qué sorprenderse. Ese derecho a pagar es funcional al derecho a segregar, que, como vimos, se desprende del deseo de aventajar a los nuestros en la carrera de la vida. Los carteles de la marcha de la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados de Chile (Confepa) que rezaban “no nos queremos mezclar” eran sinceros. La eliminación del copago implica que familias de distintos tipos de ingreso vuelven a encontrarse en el mismo establecimiento, pues quienes no podían pagar el monto adicional lo recibirán ahora del estado. Esto constituye un problema para las familias que habían logrado segregarse -a partir del proxy del ingreso- en grupos con similar o mayor capital cultural. La derecha habla por estas familias, que reclaman su derecho a vivir vidas (parcialmente) segregadas a partir de su acceso a los bienes y servicios que permite su poder adquisitivo. Esta no es puramente la filosofía de los ricos; es también la filosofía de aquella clase media pujante que aspira a mejorar su condición para diferenciarse del vecino. Para entender este fenómeno se suele citar la descripción sociológica que hace Carlos Peña. Pero hay que complementarla con la mirada darwiniana que aporta, por ejemplo, Álvaro Fischer. Según Fischer, los organismos aspiran a diferenciarse para mejorar, entre otras cosas, sus expectativas reproductivas. Mejorar las condiciones de la prole, incluso, sería una forma de aventajar nuestros propios genes. De esta combinación emerge una antropología política y una psicología moral que justifica la diferenciación en un escenario de competencia. En sociedades monetarizadas como la nuestra, esta diferenciación opera principalmente en base a la acumulación de riqueza y la capacidad de consumo. Una sociedad que permite a sus individuos desplegar su naturaleza, en lugar de restringirla, es una sociedad que les asegura el derecho a diferenciarse, lo que incluye el derecho a acceder a bienes y servicios diferenciados según poder adquisitivo. En principio, según esta filosofía, todos los ámbitos de la vida social están abiertos al ejercicio del derecho natural a la diferenciación.

La visión de la izquierda es la opuesta: sostiene que hay relaciones sociales y ámbitos de la vida común donde los individuos no deberían hacer diferencias de acuerdo con su capacidad de pago, en tanto dichas relaciones y ámbitos se constituyen a partir de la igualdad de sus participantes. Siguiendo a Michael Sandel, la izquierda insiste en que hay cosas que el dinero no puede comprar. Si las pudiera comprar, esas cosas dejarían de transmitir una idea de igualdad, pues no toda la gente tiene el mismo poder adquisitivo. La izquierda es el barman de las películas que le dice al parroquiano your money’s no good here. Mientras una izquierda radical dirá que no hay nada que el dinero pueda comprar pues todas las relaciones sociales y ámbitos de la vida común deben ser igualitarios, una izquierda moderada dirá que sólo algunas de estas relaciones y ámbitos son constitutivas del estatus de igual ciudadanía. En este sentido, las demandas del movimiento social del 2011 -con posterioridad articuladas principal pero no exclusivamente por el Frente Amplio- son demandas de una izquierda moderada, en la medida que buscan que ciertas áreas específicas de la vida social -educación, salud, previsión- sean sustraídas de la lógica del mercado. Lo mismo se aplica para la derecha: mientras una derecha radical dirá que todo tiene precio -incluyendo, por ejemplo, órganos para trasplantes-, una derecha moderada dirá que ciertos bienes y servicios específicos quedan sustraídos a la lógica del mercado. Los debates políticos más fructíferos se producen justamente en aquel espacio en el cual una izquierda y una derecha moderada discrepan, dialogan y acuerdan sobre cuáles son las relaciones y ámbitos donde el proveedor dirá your money’s no good here. Una izquierda moderada, por ejemplo, estima que el dinero no puede comprar acceso diferenciado en educación escolar pero no tiene mayores problemas si esa diferencia en capacidad de pago se manifiesta en el centro comercial. Una derecha moderada cree que el dinero no puede comprar una preferencia en la fila del registro civil, pero sí puede pagar por una prestación de salud sin lista de espera. En ambos casos, la razón por la cual se sustraen ciertos ámbitos del mercado es la misma: en ellos se juega la noción de igual ciudadanía, que es la versión política del principio de igualdad moral entre los seres humanos. La desigualdad, en cambio, es consustancial a las relaciones de mercado. En la sociedad comercial, algunos tienen más y otros tienen menos. Eso no es necesariamente problemático para la legitimidad política. Lo problemático, como lo advirtió Michael Walzer, sería que esa desigualdad permeara otros aspectos de la vida social que se definen por una relación de igualdad. Izquierdas y derechas moderadas, entonces, están de acuerdo en que hay ciertos ámbitos de la vida social que no deben quedar sometidos al (desigual) poder del dinero. Discrepan, sin embargo, respecto de cuáles ámbitos de la vida social deben ser sustraídos a la lógica del mercado. Para la derecha moderada, esos ámbitos deben ser pocos y excepcionales, pues en lo demás debe primar el derecho a diferenciación. Para la izquierda, los ámbitos de igual ciudadanía son más de los que actualmente se reconocen en Chile.

Para ilustrar el punto, traigo a colación la discusión que se dio hace algunos años en torno al sistema de salud británico (NHS). El NHS es financiado con fondos públicos -es decir, a través de impuestos generales- y es gratuito en todas sus prestaciones, independiente del nivel de ingreso de los pacientes. Es el tipo de sistema que dice your money’s no good here. En esta discusión, la derecha -el Partido Conservador- propuso que los ciudadanos tuvieran el derecho de aportar sumas de dinero por sobre el valor de la prestación básica gratuita (al menos en ciertos tratamientos y otros servicios, por ejemplo, de hotelería) con el fin de mejorar el nivel de dichas prestaciones. Es decir, propusieron la introducción del copago en salud. Todos ganan, insistió la derecha: por un lado, las personas que pueden y quieren pagar más tendrán mejores prestaciones; por el otro lado, los hospitales recibirán nuevos flujos que les permitirán subsanar sus déficits. Además, concluyeron, nadie pierde: las personas que no pueden o no quieren pagar seguirán teniendo derecho a la prestación básica gratuita, que ya es lo suficientemente buena. La izquierda -el Partido Laborista- se opuso con los mismos argumentos que hemos revisado aquí. La gratuidad del sistema de salud tiene un sentido político, dijeron: al no permitir que la diferencial capacidad de pago determine accesos diferenciales a las prestaciones, la señal es que todos los ciudadanos son iguales en un aspecto central para la dignidad humana como lo es la salud. Si se permite que el dinero haga diferencias, indicaron, se cede a la lógica del mercado y se viola el principio de igual ciudadanía. El sistema de salud, advirtieron, se volverá inevitablemente estratificado según capacidad de pago. Por otra parte, añadieron, no es cierto que nadie pierde: apenas las elites y clases medias aventajadas tengan la oportunidad, dejarán de utilizar los servicios básicos garantizados y optarán por servicios mejorados con copago. Cuando sólo las clases populares utilicen las prestaciones gratuitas, nadie se preocupará de su calidad. El mensaje sería claro como el agua: para avanzar en la vida, hay que pagar. Esta es la idea que se instaló en el Chile de las últimas décadas: para avanzar en la vida, hay que abandonar los servicios públicos gratuitos y acceder a los sistemas particulares pagados. Ahora bien, dice la derecha, esta idea no debe ser desechada como mero esnobismo o arribismo social. De hecho, la derecha niega que se trate de una “imposición” cultural sino que refleja la tendencia innata del ser humano por mejorar su estatus a partir de la diferenciación. La izquierda suele referirse a esta lógica como un producto de la dictadura que sea ha “naturalizado”. La derecha cree que no hay necesidad de “naturalizar” lo que siempre ha sido natural en la especie.

¿Se acuerda de la breve campaña presidencial de Laurence Golborne? Por primera vez en mucho tiempo, la derecha chilena tenía un candidato que representaba el éxito del modelo de desarrollo. A diferencia del resto de sus presidenciables, todos salidos del barrio alto, Golborne venía de abajo. A punta de mérito y esfuerzo había logrado escalar a las posiciones sociales más apetecidas. Un video de la UDI nos recordaba que “es posible” nacer en el seno de una familia de ferreteros de Maipú, estudiar en un liceo con número, entrar al Instituto Nacional y luego a Ingeniería de la Universidad de Chile, cursar un posgrado en el extranjero, desempeñarse como alto ejecutivo de una empresa de retail y finalmente, tras un brilloso paso por un ministerio, postularse a la presidencia de la república. En resumen, el sueño americano a la chilena. Pocas veces la idea central del relato de la derecha se había transmitido de forma tan prístina. A la izquierda no le hizo gracia. En primer lugar, apuntaron, casos como los de Laurence Golborne -o Alexis Sánchez, que algunos libertarios usan como ejemplo- son excepcionales. En una campaña presidencial, Joaquín Lavín prometía “Alas para Todos”. En la práctica, sostuvo la izquierda, las alas no dependen estrictamente del mérito o del esfuerzo sino de las condiciones de partida y el capital cultural heredado de la familia. En esas condiciones no hay efectiva igualdad de oportunidades. Me parece, sin embargo, que la izquierda no debiese criticar que este principio no se cumpla en la práctica, sino el principio mismo. Como lo reconoció una vez Ronald Dworkin, la igualdad de oportunidades es un principio de derecha, en la medida que sirve para justificar las desigualdades socioeconómicas de resultado, allí donde se expresa con vigor la lógica del mercado. Pero hay una segunda crítica, más contundente: no es deseable un mundo donde avanzar, mejorar o progresar en la vida signifique abandonar la comunidad de origen -la comunidad de lo público y lo gratuito- para pelear por un espacio en la comunidad aspiracional -la comunidad de lo privado y lo pagado. Por lo anterior, Golborne es el niño símbolo de la derecha por las mismas razones que representa todo lo que la izquierda no quiere para Chile.

Aquí viene lo difícil: tal como expresó el exministro Nicolás Eyzaguirre, con torpeza estratégica pero sinceridad ideológica, la principal (sino la única) forma de emparejar la cancha en vez de admitir que cada uno comience en la posición que le regalaron sus padres, y de forzar el encuentro social en lugar de favorecer la segregación, es “quitándole los patines” a quienes pueden usar sus recursos privados para aventajarse en la carrera de la vida. Es decir, la principal (sino la única) forma de asegurar espacios de igualdad donde el dinero no haga la diferencia es a través de la coerción del poder político. Es la principal (sino la única) forma de ganarle terreno a las relaciones de mercado, las que, a falta de control político, se ramifican en todas las esferas de la vida social. Como ese control político es esencialmente coercitivo, la derecha lo interpreta como una violación de la libertad.

Este fue el corazón del argumento que emplearon dirigentes como Andrés Allamand o Felipe Kast para oponerse al fin del copago. En este argumento, la restricción legal del financiamiento compartido opera como interferencia a lo que las personas de otra manera podrían hacer. En este caso, abonar un monto adicional a la subvención básica asegurada por el estado. El copago, dijo la derecha, expresa la libertad de los padres de aportar en la educación de sus hijos. Su prohibición, en consecuencia, es una restricción de esa libertad. Lo que no dijeron es que las familias tienen distinta capacidad de pago y, por tanto, distinta capacidad de ejercer dicha libertad, lo que produce como resultado un sistema educacional estratificado o segregado según esa capacidad. Esto lo advirtió con claridad el filósofo libertario Robert Nozick: el despliegue de la libertad produce desigualdad. Incluso una distribución originalmente igualitaria en la mañana, si se permite que los sujetos desplieguen sus respectivos talentos y disciplinas laborales, será desigual al final del día. Hay dos manera de evitar dicho desenlace, decía Nozick: establecer un impuesto que, todas las noches, redistribuya desde aquellos que más tienen a los que menos tienen para volver a la distribución de origen -lo que desincentiva a los más talentosos y disciplinados, pues saben que al día siguiente se repetirá el procedimiento y probablemente se esforzarán menos en “diferenciarse”-, o bien derechamente prohibir los intercambios voluntarios para que la distribución igualitaria no se altere. En ambos casos, la coerción es necesaria. En ambos casos, se favorece la “nivelación hacia abajo” tan temida por la derecha. Puesto así, del mismo modo que no tiene sentido que la derecha siga negando que su concepto de libertad genera desigualdad y segregación, no tiene sentido que la izquierda siga negando que prefiere una distribución en la que todos somos más iguales pero tenemos menos.

En cualquier caso, la izquierda no tiene que contentarse con la narrativa habitual que asocia a la derecha con la defensa de la libertad y a la izquierda con la promoción de la igualdad. En sus términos, la izquierda también persigue una idea de libertad. En el debate educacional, intelectuales como Fernando Atria sostuvieron que la eliminación del copago ampliaba la libertad de los padres. Antes, su rango de opciones dependía de su capacidad de pago. Una familia de escasos recursos sólo podía acceder a escuelas gratuitas, pues las que exigen el desembolso de una suma adicional de dinero les estaban vedadas. En este sentido, el sistema de financiamiento compartido restringe las opciones. La libertad consiste, dijo la izquierda, en tener más y no menos opciones. Una vez que el copago es reemplazado por un complemento estatal, las familias tienen efectivamente más y no menos opciones. Esta discrepancia conceptual no es original: ha sido objeto de sendos debates en la filosofía política. La pregunta central de estos debates es si acaso la falta de dinero constituye falta de libertad. La derecha suele responder que no. La falta de dinero, decía Friedrich Hayek, es falta de poder o de recursos, pero no falta de libertad. Ambas cosas son deseables, pero no son lo mismo. La pobreza es un mal, escribió Isaiah Berlin, pero no todos los males sociales se deben a la ausencia de libertad. La libertad se pierde, a juicio de Berlin, cuando hay interferencia física o legal por parte de terceros. John Rawls, finalmente, sostenía que no debemos confundir la libertad como concepto -básicamente la ausencia de restricciones e impedimentos legales- con el valor que le asignamos a dicha libertad, es decir, con nuestra capacidad efectiva de aprovecharla. Lo primero es igual para todos; lo segundo puede ser muy distinto en una sociedad socioeconómicamente desigual. Si usamos esta idea de libertad -usualmente llamada “negativa”- en la discusión del copago, la derecha tiene razón: los padres son libres de invertir una suma adicional en la educación de sus hijos en la medida que no hay restricción legal para hacerlo. Que no todos puedan hacerlo en la misma medida no es un problema de ausencia de libertad, dice la derecha, sino de poder, recursos o capacidad efectiva de aprovechar dicha libertad.

La izquierda suele responder la misma pregunta afirmativamente. La falta de dinero constituye una evidente ausencia de libertad en sociedades monetarizadas, argumentaba el filósofo marxista G.A. Cohen, pues el dinero es el medio idóneo para extinguir la interferencia legal que supone el derecho de propiedad de los otros. La persona que intenta llevarse una chaqueta de una tienda sin pagar será detenida por los guardias a la salida. Esa detención, observa Cohen, es un caso prototípico de interferencia física, amparada por el derecho de propiedad de la tienda sobre la chaqueta. Esa interferencia desaparece en el momento que la persona paga el valor de la chaqueta. Si la libertad es ausencia de interferencia, concluye Cohen, entonces el dinero es componente esencial de la libertad en la medida que sirve para eliminar una enorme cantidad de interferencias. En el caso del copago, los hijos de familias que no tienen dinero suficiente para satisfacer el monto adicional que piden los colegios particulares subvencionados -para qué hablar de los particulares pagados- serán impedidos de entrar al establecimiento por los inspectores o el personal de seguridad. La forma idónea de extinguir esa interferencia, diría Cohen, es pagando el monto adicional que exige el colegio.

He aquí, me parece, la diferencia ideológica central entre la derecha y la izquierda. Mientras la derecha apela a la libertad como principio de justificación de la desigualdad, la izquierda apela a la igualdad como condición para el ejercicio de la libertad. Lo primero le permite a la derecha expresar políticamente su premisa antropológica: los individuos están en competencia por las distintas posiciones sociales que ofrece la jerarquía social, y esa competencia exige poner nuestros recursos al servicio de la diferenciación. La lógica de mercado -la idea de que el dinero todo lo puede comprar- es una implicancia de esta premisa. Lo segundo le permite a la izquierda articular la visión contraria: el mundo que habitamos es compartido y, querámoslo o no, somos parte de una gran empresa de cooperación social con objetivos comunes, los que a su vez limitan las aspiraciones de los que buscan mejorar su condición sin pensar en el resto. La lógica de la igual ciudadanía -la idea de que el dinero no todo lo puede comprar- es un corolario de esta visión. Esta distinción nos lleva, finalmente, a una vieja idea que expresó Darwin: la evolución de especies como la nuestra depende de una combinación y un equilibrio entre los instintos de competencia y los instintos de cooperación. Mientras algunos de sus discípulos -como Herbert Spencer- subrayaron la primera parte, otros de sus intérpretes -como Peter Kropotkin- subrayaron la segunda. No es casualidad: pocos pensadores reflejaron mejor el ethos del capitalismo salvaje que Spencer, y pocos expresaron mejor el espíritu del anarco-comunismo que Kropotkin. Probablemente estemos condenados a vivir con los dos.