En su ensayo sobre políticas públicas y feminismo Elisa Walker describe las tensiones existentes entre la esfera pública y la privada, y nos muestra algunos ejemplos de cómo las políticas públicas pueden ser un instrumento de cambio para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres, a pesar de su trayectoria histórica como instrumento de control de las mismas mujeres. Me parece interesante que Walker haya elegido como punto de partida la relación entre feminismo y liberalismo, refiriéndose a dos autoras feministas liberales. El ensayo parece aceptar que el liberalismo, como teoría política y como base para la construcción de la igualdad entre hombres y mujeres, es la teoría correcta y que solo requiere algunos ajustes. Walker se refiere a dos ideas puntuales: La teoría de la justicia (liberal) tiene que incluir instituciones históricamente relegadas a la esfera privada, especialmente la institución de la familia (Moller Okin) y el contrato social debe tener en cuenta que no todos son autónomos, situación ignorada históricamente y que ha puesto en desventaja a las mujeres, que son las que mayoritariamente se dedican al cuidado de dependientes (Nussbaum).
Es indiscutible que el derecho ha tratado a la familia y a las instituciones públicas de manera diferente. Los ejemplos sobran: negarle el derecho a voto a las mujeres por estar representadas en la polis por su marido o su padre; negar el daño de la violencia doméstica porque los problemas de la familia se deben arreglar de manera privada; tipificar la violación sexual como delito contra el orden de la familia, etc. Las mujeres solo ganaron completamente el voto en Chile hasta mediados del siglo XX. La “integridad sexual” en el código penal y la violencia intrafamiliar hicieron su debut recién en el siglo XXI. No estoy segura, sin embargo, de que el problema sea que la familia deba entrar al espacio público. Tal vez el problema está en la distinción entre lo público y lo privado. Pensar que la esfera privada es el espacio del cuidado y la dependencia, y la pública el espacio de la autonomía y la participación igualitaria ha sido en sí misma una de las causas del fracaso para lograr la participación equitativa de hombres y mujeres en sociedad.
Como indica Walker correctamente, aun cuando las mujeres hemos logrado la entrada masiva a lo que llamamos la esfera pública (trabajos remunerados, cargos políticos, posiciones de liderazgo), seguimos a cargo de una parte importante del trabajo doméstico, con una gran mayoría de mujeres volviendo a su casa después de su jornada laboral no a descansar, sino a tomar el segundo turno, haciéndose cargo “de la casa”. Hemos avanzado mucho, con hombres que quieren ser padres presentes. Pero jugar con los hijos está de moda. Lavar platos y ropa, hacerse cargo de los abuelos y otros dependientes con necesidades complejas no ha estado nunca de moda. La entrada masiva de las mujeres al mercado laboral no ha ido de la mano de una mayor participación masculina en lo doméstico, sino de un reemplazo de la mujer a través de la subcontratación de servicios a otras mujeres que se hacen cargo de la domesticidad por poco dinero y bajo condiciones laborales que ha tomado años equiparar a las de la llamada “esfera pública”, lo que aún no se consigue completamente. Por otra parte, relegar la dependencia a la esfera de lo privado no pone en tela de juicio la premisa de la autonomía como característica central del estado liberal. Siguiendo a Eva Kittay, me pregunto cómo sería la construcción del estado si en vez de enfocarnos a la autonomía, aceptáramos que lo que verdaderamente tenemos en común es la dependencia y aspiráramos a un estado que valora el cuidado de terceros. Todos somos dependientes en un momento u otro y la autonomía de algunos solo se logra gracias a que otras personas, generalmente mujeres, han renunciado a sus propias aspiraciones para subsidiar la autonomía de alguien más.
Ordenar a los empleadores a que tengan salas-cuna para que los trabajadores puedan producir no es suficiente para generar condiciones de igualdad. La sala-cuna es también una necesidad del capitalismo. Generar las condiciones básicas de interrupción del embarazo para que las mujeres no estén obligadas al cuidado de dependientes en aquellos casos que solo pueden ser catalogados de heroísmo o martirio (como lo reconoció incluso Jaime Guzmán, solo que él consideraba que el martirio de las mujeres debía ser constitucionalizado) tampoco es suficiente para lograr la igualdad. La paridad a través de cuotas es sin duda un avance, pues indica que el Estado y las instituciones privadas que incluyen cuotas en sus estatutos se están haciendo cargo de la responsabilidad que tienen en el déficit de participación de las mujeres, pero tampoco es suficiente.
Mientras sigamos distinguiendo entre la esfera pública y privada, pensando que en la primera el estado tiene todo el derecho de involucrarse y en la segunda en cambio debe actuar con mayor cautela, la participación de un sector de la población en todas las esferas de la sociedad, en igualdad de condiciones, tal vez no será posible. El problema no es que la familia tenga que ser parte de una teoría de la justicia, el problema es que todas las esferas de la acción ciudadana tienen que ser evaluadas bajo el valor de la justicia, la que además no puede estar construida desde una perspectiva masculina. Esto no significa que debamos deshacernos del amor y que todas las funciones de la vida deban ser remuneradas. No sabemos cómo sería una teoría del estado basada en la dependencia porque nunca la hemos tenido. Hay, sin embargo, ciertos ejemplos de espacios donde el estado ha sido capaz de mirar más allá de la división entre lo público y lo privado. El diseño de post natal pensado en las necesidades de los dependientes y no en el rol pre asignado a hombres y mujeres ha permitido en otros países crear modelos de cuidado parental que no se relacionan con el sexo de quien está a cargo del cuidado (padre o madre, biológica o no) y que han incluido postnatales obligatorios tanto para varones como para mujeres. En la medida que los modelos de postnatal le den a la pareja a “elegir” quien lo toma, las mujeres seguirán siendo quienes más uso hacen de dicho derecho por múltiples razones que por razones de espacio no puedo desarrollar aquí.
Mi mayor preocupación con mantener la distinción entre lo público y lo privado es que estos conceptos se viven de manera diferente dependiendo del nivel socio económico. Es cierto que la discriminación a las mujeres se da a todo nivel. Pero es cierto también que la pobreza agrava todas las distinciones y la esfera de lo “privado” es bastante más pública a medida que los sueldos disminuyen y la dependencia es mayor. La falta de acceso a la interrupción legal del embarazo afecta prioritariamente a las mujeres pobres cuya capacidad para decidir en qué condiciones criar un hijo se convierte en una conducta heroica es prácticamente inexistente. El trabajo doméstico con una regulación pública basada en las necesidades de quienes contratan el servicio ha servido para legalizar la desigualdad laboral de un segmento mayoritariamente femenino. No solo la sociedad conyugal, sino también el patrimonio reservado son instituciones patriarcales que exigen la intervención estatal. Asimismo, la imposibilidad de asignarle valor de mercado al trabajo doméstico no subcontratado ha generado tremendas desigualdades. La dependencia económica funciona como semilla de violencia doméstica y deja a las mujeres en condiciones de mayor pobreza. Las mujeres al envejecer tienen pensiones más bajas y si han estado fuera del mercado laboral por un tiempo prolongado, es más difícil volver a ingresar.
La igualdad entre hombres y mujeres es una meta esquiva. Cuando creemos haber logrado el objetivo, nos damos cuenta que la discriminación ha mutado, disfrazada incluso de propia autonomía. El nuevo modelo educacional en los niveles económicos acomodados ha llevado a miles de mujeres con educación superior a renunciar a sus trabajos para potenciar el desarrollo intelectual de sus hijos e hijas, quienes obtienen una ventaja competitiva frente a hijos de padres que no pueden darse ese lujo (o no están interesados en educar súper computadores). Esta nueva domesticidad disfrazada de autonomía es preocupante, entre otras razones, porque contribuye a aumentar aún más la brecha entre pobres y ricos (y probablemente esas hijas, criadas para alcanzar su mayor potencial, también dejarán de trabajar, siguiendo su destino de potenciar al máximo el potencial de sus propias hijas e hijos).
El ensayo de Elisa Walker es una invitación a pensar en las políticas públicas desde la perspectiva de las mujeres. Creo que es necesario expandir esa invitación y reflexionar si la división entre lo público y lo privado e incluso el liberalismo no serán, en sí mismos, factores en la igualdad como objetivo esquivo. ¿Cómo sería un estado que valorara el cuidado de terceros o que obligara a financiar la domesticidad? No tengo respuesta a esas preguntas, pero lo que es claro es que la igualdad entre hombres y mujeres (las demás discriminaciones las dejamos para otro ensayo) se construye con medidas que aseguran tanto el flujo de las personas de los espacios privados a los públicos como de los públicos a los privados y eso, en la práctica, significa pensar en todos los espacios como potenciales o reales focos de discriminación.