Comentario por:
Guillermo Larraín
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El Turco Mecánico: Democracia, Tecnocracia y Automatización de las Decisiones Administrativas
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Diego Pardow nos plantea de manera culta una tensión fundamental en las democracias modernas: cómo hacer que el Estado funcione de manera impersonal sin por ello deshumanizarse. La utilización de la imagen del “turco mecánico” de Edgar Allan Poe es brillante, pues ilustra bien el problema: tras la aparente mecanicidad del jugador de ajedrez se esconde un ser humano. En las democracias modernas tras la aparente cientificidad de ciertos aparatos del Estado finalmente hay seres humanos tomando decisiones. En el razonable esfuerzo por impersonalizar el poder quedará siempre la sospecha de una escondida intencionalidad política en la gestión del Estado. Esto es inevitable. En mi comentario quisiera prolongar el brillante análisis de Pardow al plantear este tema, para intentar esbozar una solución en un caso particular.

Parte del problema de las instituciones autónomas tiene que ver con que, al final de la cadena de mando, está la mujercilla o el hombrecillo de esos que toman decisiones. Esto se amplifica porque las leyes y reglas que rigen el proceso de toma de decisiones distan de ser construcciones sin relación con visiones del mundo, también muy humanas. Tras cualquier institucionalidad subyace una ideología, política, económica o religiosa.

Cuando una lluvia torrencial genera un alud o se cae una casa durante un terremoto, el afectado no eleva una queja contra la naturaleza. Es que la naturaleza es mecánica. Las leyes que la gobiernan están fuera del alcance humano. Lo único que uno puede hacer es cambiar de comportamiento: construir casas lejos de quebradas y con requerimientos estructurales antisísmicos.

Es lo que quisieran los diseñadores de instituciones autónomas: cambiar el comportamiento de los gestores de las instituciones y del público que se relaciona con ellas.

Pensemos en el “turco mecánico” por excelencia, el Banco Central. La justificación de su autonomía es el riesgo que se use la política monetaria para favorecer el ciclo político en cuyo caso una institución crucial dentro del Estado se orientaría a perseguir un fin particular y no el interés público. Como los votantes toman tiempo en darse cuenta del problema, no logran evitar el engaño. Su racionalidad individual y colectiva no es suficiente. La solución es la autonomía: el Banco Central debe ser un cuerpo técnico que mirando solo las leyes económicas tome decisiones técnicamente respaldadas.

El argumento es potente y la solución atractiva, pero hay un problema fundamental: las “leyes económicas” no son tales. El grado de controversia sobre el funcionamiento de la economía es tal que solo en esta disciplina es posible que reciban el Premio Nobel simultáneamente un académico que cree que los mercados son eficientes (Eugene Fama) y otro que dice lo contrario (Robert Shiller). Como señala Thomas Kuhn, en las revoluciones científicas un paradigma desplaza a otro, no conviven: uno de ellos prueba ser mejor o más verdadero. Sin embargo, en economía coexisten paradigmas y, por lo tanto, al menos desde esta perspectiva, hay un riesgo de decepción ciudadana que es permanente. En las instituciones económicas, regularmente hay una sospecha que alguien mueve los brazos del turco mecánico. El riesgo de decepción es amplio y permanente.

La solución, sin embargo, no es necesariamente quitarle la autonomía, sino gestionar el riesgo. El problema no son los terremotos, sino cómo nos preparamos para enfrentarlos. Dado el espacio de que dispongo voy a centrar la discusión en el Banco Central.

El Banco Central es una entidad evidentemente necesaria en las economías modernas. Establezcamos eso como una premisa. ¿Cómo funciona mejor un Banco Central? Hay dos opciones. Si el Banco Central fuera dependiente del poder político, como muestra ampliamente la evidencia, hay un serio riesgo de que se instrumentalice con fines electorales. Si por el contrario es independiente, que es el antídoto contra la manipulación, el riesgo es que el Banco Central se desentienda de otros objetivos relevantes más allá de la inflación.

Hay alternativas para gestionar este riesgo. Una es distinguir tipos de independencia entre la de instrumentos y de objetivos (como en Gran Bretaña). Otra es incorporar dentro de la función objetivo del Banco Central elementos que le permitan sopesar otros aspectos de la economía como tradicionalmente se hace con la estabilidad financiera (como en Chile) o incluso incorporando un objetivo de desempleo (como en Estados Unidos) a la espera que el Banco pueda hacer un buen manejo del trade off de corto plazo con la inflación.

Por último, se pueden ampliar y profundizar los mecanismos de rendición de cuentas por las acciones que se tomen. Esto significa, retomando la idea de Pardow de la automatización, que el algoritmo que gestiona al turco mecánico puede ser discutido públicamente y eventualmente reformado. En efecto, un algoritmo no improvisa una lógica, sino que aplica una que ha sido definida ex ante. Dichos principios son “juicios humanos”, pero si el proceso mediante el cual éstos se adoptan es suficientemente transparente y participativo, el resultado no tiene por qué ser “deshumanizante”. Lo que uno busca es que el juicio de la máquina no obedezca caóticamente a la situación particular (lo que sería profundamente deshumanizante), sino a principios lógicos que pretenden proteger al individuo de decisiones caóticas, irracionales o inconsistentes (que protegen racionalmente los derechos de las personas).

Pero, además, la autonomía es reversible. Esto es importante no solo porque el estatus de la institución (y su burocracia) cambia si pierde la autonomía, sino sobre todo porque la economía paga costos derivados de una eventual reversión. Y es más costoso económicamente hablando revertir la autonomía que la dependencia. Esto sugiere que el Banco Central autónomo debe constantemente evaluar cómo corregir el cambiante déficit democrático que lo caracteriza.